Mi esposo, Carlos, tenía una entrevista de trabajo esta mañana, llevaba seis meses sin trabajar y lo que yo me ganaba apenas si nos alcanzaba para sobrevivir. Siempre llegábamos a fin de mes luchando, pidiendo prestado, yendo a comer donde nuestros padres o fiando en la tienda de la esquina. Debíamos una cuota del carro, por lo que esta entrevista era muy importante para nosotros.
Carlos se acomodaba la corbata, se hizo el nudo, no le gustó, lo desbarató y lo volvió a hacer. Con un cepillo para las motas limpió la chaqueta antes de ponérsela. Lustró los zapatos dos veces, se miró en el espejo, se peinó para un lado, mejor decide peinarse como siempre, para atrás. Hace un guiño al espejo en señal de que ya está listo.
—Magda, ya tenemos que irnos, apúrate —dice Carlos mientras agarra las llaves del apartamento.
—Sí, sólo es ponerme los zapatos y listo —le respondo.
No teníamos para la gasolina del auto, así que salimos con dos horas de anticipación, pues teníamos que irnos en bus y el tráfico en Bogotá en horas pico es insufrible. El sitio a dónde se dirigía mi esposo era cerca de mi trabajo por lo que nos servía la misma ruta.
Logramos abordar el bus entre empujones, pues la estación estaba a reventar, como se esperaba. Nos tocó irnos de pie, yo miraba por la ventana. Carlos miró el reloj, se acomodó la corbata, miró de nuevo la página web de la compañía en el celular.
—Mira Magda, esta empresa tiene sucursales en Cali y Medellín. Si me contratan a lo mejor me toca viajar —dice Carlos un poco entusiasmado.
Luego de cuarenta minutos de trayecto nos bajamos y empezamos a caminar por la avenida Caracas. En una esquina hay un hombre viejo, de unos setenta años con un cartel colgado en el cuello que dice “Se venden poemas por encargo”. Carlos que viene a mi lado, me suelta la mano y se queda quieto viendo al hombre. Este se encuentra de pie, recostado contra la pared con una libreta en la mano y un lápiz en la otra. Lleva una chaqueta desgastada, una barba desprolija y desprende un olor entre naftalina y mentol.
—Amigo, ¿cómo es eso de que vende poemas por encargo? —le preguntó Carlos al hombre.
—Así es señor, usted me dice un tema para el poema y yo se lo hago en diez minutos a lo sumo —el hombre tose salvajemente y prosigue: —usted me da lo que quiera por el poema.
—Carlos tenemos que seguir, se te va a hacer tarde —le digo a mi esposo halando de su mano.
—Espérate, aún tenemos tiempo —dijo Carlos.
—Pero —alcanzo a decir, cuando Carlos me interrumpe.
—Por favor hágale un poema a mi esposa.
Mientras el hombre garabatea algo en el papel, Carlos mira el reloj, me mira a mí, me sonríe y saca el celular para ver el de nuevo el email de la entrevista y corroborar la dirección.
El hombre termina el dichoso poema y se lo pasa a mi esposo. Carlos saca de la chaqueta los pocos billetes que nos acompañan y se los entrega al hombre, yo lo miro estupefacta. Ese era el dinero para el desayuno de mañana, pienso que con eso hubiéramos podido comprar unos diez huevos, una botella de leche y pan. También nos hubiera alcanzado para el bus del siguiente día.
Carlos sabe en lo que estoy pensando, me agarra de la mano y seguimos caminando aceleradamente.
—Uno debe dar de lo que no tiene, acuérdate que es mejor dar que recibir. No te preocupes, Dios proveerá —dijo Carlos, antes de que yo lo recriminará.
Y así fue, esa noche un amigo al que le habíamos prestado un dinero tiempo atrás y del cual nos habíamos olvidado vino a pagarnos.
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